Los Espejos Deformantes

CONTRAVÍA

Los espejos deformantes
Eduardo Escobar. Columnista de EL TIEMPO.


El coro de contraltos destempladas, no le perdona nada a Uribe.

La memoria perniciosa del país, entre todos los presidentes del último medio siglo, no recuerda otro que soportara como el actual la artillería sostenida de casi todos los columnistas de la prensa escrita bogotana. Con paciencia de sordo, además. Son inclementes.

Siempre les cobraron a los presidentes los yerros pequeños y grandes, las triquiñuelas, el amiguismo, las mentiras improbables, los despistes involuntarios de autista y hasta el desbordamiento de los volcanes. (Ser Presidente de Colombia es mantener una apariencia de país en un mar de calamidades naturales e inventadas en medio del coro apocalíptico de criticones.) Eso, dicen, es bueno para la sociedad. Aun cuando los chepitos de la Justicia a veces hagan de la impaciencia y el alboroto profesión. ¿Hay un mercado de la desesperanza? Recuerdo a Argos, el columnista antioqueño que se la pasaba buscando comas caídas en los textos ajenos. Y del recalcitrante que ante la puesta de sol se quejó: "Lástima ese rosado".

El coro de contraltos destempladas, barítonos insidiosos y contratenores de bolsillo no le perdona a Uribe las acciones más inocentes. La visita a un municipio lejano y los divertidos consejos comunales que digan lo que digan son lo mejor de la "tetalevisión" colombiana, se los convierten en demagogia y populismo. Si despeja una carretera, corean que el Gobierno trabaja para los puentes de los ricos. Si se la cierran, es el fracaso de su política. Los espejos deformantes se disponen de manera que todo parezca más feo, y el bienestar, imposible. La paz relativa es un truco de estadísticos, una componenda de facinerosos. El conflicto centenario, su obra de torpe. La flexibilidad, debilidad; la energía, autoritarismo. Los males hereditarios de la nación y los recién inventados, policías corrompidos, soldados venales, alcaldes ladrones, fiscales de doble faz, los elementos y la fábula son reales. Pero no tienen origen en una persona. Diluyen las causas de los problemas, de los cuales forman parte, en una religión del vituperio. Y los esfuerzos de análisis, en irritación. Dicen que el poder es una vanidad. En Colombia fue desde los tiempos grises de Bolívar una forma del masoquismo.

Con las salvedades de Antonio Caballero, que es el de siempre, siempre, y de Alberto Aguirre, que es previsible, todos inspiran sospechas. Burócratas de un gobierno anterior, o militantes de otro programa político, esperan una oportunidad del fracaso del Presidente. Aguirre le reprochó hace días que no iba a cine. Eso demostraba su falta de sensibilidad. Dijo. Como si no tuviéramos ya bastante de cine. Muchos abandonamos los cines hace tiempos.

Está dentro de las esencias de la Democracia, esa ficción cansada que llamamos de este modo. Así se expresan el poder afuera del poder, aunque sea con el aire mefítico de las palabras; la retórica contra la acción; el derecho a la suspicacia y la injusticia verbal, tan humanos al fin y al cabo.

Todos quisiéramos un Uribe distinto en un país diferente, de bibliotecas, palacios de cultura, fábricas trepidantes, incluidas las de arreboles del poeta: una vida próspera y sin enconos. Pero hay esto.

Unos viven de cazar comas perdidas en los textos ajenos, otros de bostezar arrullados por los discursos en el Capitolio, otros de sus hipocondrías.

Jamás pensé llegar a la edad de admirar a López Michelsen. Después de una vida de revueltas es el único crítico del Gobierno que en vez de emociones ofrece información, sin magnanimidad y sin sevicia. Y aguardo en Dios llegar a su edad, es decir, la de López, para considerar este mundo sin desesperación ni estridencias, con elegancia y desapego.

Pero si todos los críticos del Gobierno fueran López, los periódicos serían menos estimulantes para el hemisferio izquierdo. Y habría menos oscuridades para aturullar en las cafeterías mientras escampa.

eleonescobar@hotmail.com

Eduardo Escobar
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