Álvaro Valencia Tovar. Columnista de EL TIEMPO.
Hará de esto unos diez años. Mi novela Uisheda agotaba su tercera edición colombiana. En México, y en Brasil traducida al portugués, hallaba la acogida que no mereció en Colombia. En Guatemala se convertía en lectura obligada de la oficialidad del Ejército y una de sus frases, enmarcada en fina madera nacional, se entronizaba en la Escuela Militar y en las oficinas de mando de todos los cuerpos de tropa por orden del ministro de Defensa, general Gramajo, quien me envió un ejemplar del famoso cuadro.
Un día recibí llamada telefónica de Pedro Gómez Valderrama, a cuya magnífica novela La otra raya del tigre yo le había escrito una Clepsidra en EL TIEMPO. Por haber comandado la Quinta Brigada en Santander durante cinco años, me había compenetrado con el adusto escenario y con el fascinante tema de los inmigrantes alemanes en el siglo XIX, que dejaron notable descendencia en tierras santandereanas.
Mi amigo Pedro Gómez me invitaba a un almuerzo con Gabriel García Márquez, quien para entonces escribía una novela de argumento guerrillero como mi Uisheda, que había llamado la atención de nuestro premio Nobel. Conociendo el visceral rechazo de Gabo por cuanto tuviese connotación militar, me sorprendió
que quisiera conocer a un ejemplar de la detestable casta.
Acepté encantado. El extinto restaurante Eduardo fue escenario del encuentro. Me halagó que Gabo tuviera frases elogiosas para mi libro. Yo también las tuve, y muy sinceras, para Cien años de soledad, decisivo para ganar el premio literario más codiciado del mundo. Gabo, con su talante caribeño y su gracia espontánea, resultaba un interlocutor estupendo.
Pasó el tiempo. Critiqué con argumentación analítica e histórica El general en su laberinto, así como otras de sus obras. La más reciente me sugirió un título más acorde con el relato de un amor senil del periodista libertino con la muchachita adolescente, hilo conductor de la pasión del anciano que en la contemplación y el arrobamiento vuelve a vivir: Memoria de mi niña triste.
Invitado a la recién fundada Cátedra de Colombia, idea del director de la Escuela Superior de Guerra, general Bonnet Locarno, el conferencista, Gabriel García Márquez, se encontraba en la cúspide de su fama universal. La charla, leída, fue todo un despliegue de ingenio, precedida del porqué de su desapego a lo castrense. Creció Gabo en los ámbitos de la leyenda negra sobre la matanza de las bananeras en los años 20 por el Ejército.
Acentuó su antagonismo la presencia de dos militares como condiscípulos, que jamás fraternizaron con sus compañeros.
Constituían ejemplos acartonados de seriedad estudiosa, pulcritud en medio del desarreglo juvenil, estricto cumplimiento de trabajos académicos. Solo hablaban entre ellos.
Al final, las consabidas preguntas y respuestas. La mía: ¿recordaba el premio Nobel aquel lejano almuerzo? ¿Fue su intención en la charla de entonces conocer a un comandante contraguerrillero para trazar el perfil de su protagonista, pero lo decepcionó el bronco arquetipo del guerrero, en quien abogaba por un tratamiento de las raíces del mal y no de su expresión combativa?
Gabo respondía los interrogantes sentado a la mesa centrada en
el proscenio. Al recibir el mío se puso de pie. La audiencia militar rompió en aplausos. Recordaba con nitidez almuerzo y conversación. Reiteró el elogio de Uisheda, agradeció mis columnas sobre sus novelas -las había leído todas...-, pero eludió la cuestión guerrillera y la suerte de la novela en gestación.
Cuando descendió, al final, nos saludamos efusivamente. Me obsequió el texto de su conferencia, que conservo con la dedicatoria no solicitada, con la carpeta blanca donde tomó notas para responder otras preguntas. ¡Cómo me gustaría realizar un tercer encuentro!
Álvaro Valencia Tovar
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