Algunos miembros de esta etnia del Perijá no miden más de un metro con treinta centímetros. Alteración genética o desnutrición podrían ser las causas.
Un perro lánguido es el primero en advertir la llegada de las cuatro mulas a San Jenaro, un caserío de madera y zinc ubicado en un descampado de la serranía del Perijá.
Veinte casas se levantan sobre una pendiente leve, en la mitad de un cerro, rodeadas por yurumos, robles, guásimos y un bosque de chamizos de color ceniza.
Martha Clavijo, una líder indígena que en este viaje ejerce como traductora, y Jhon Bedoya, el arriero, descienden adoloridos de las primeras mulas. Recorrimos casi cinco horas por una trocha de cascajo y polvo, desde el pie de la serranía, con un solo objetivo: hallar a los indígenas de menor estatura del país.
Se trata de algunos miembros del pueblo yukpa. Miden entre 1,20 y 1,30 metros, y habitan en algunos de los diez poblados perdidos entre las arrugas del resguardo de Socorpa, en Becerril (Cesar).
Una mujer menuda observa en silencio a los recién llegados desde uno de los ranchos. Habla un español machacado, así que Martha Clavijo prefiere hacerle algunas preguntas en yukpa.
El hombre de más baja estatura en el caserío de San Jenaro es Enrique Fernández Maestre. Le dicen Fernandito y es tan alto como un niño de ocho o nueve años.
Fernandito resultó bastante locuaz y de un español más bien fluido. Dice que en San Jenaro viven unas 160 personas y que en sus alrededores hay más de 20 hombres y mujeres 'pequeñitos'. La mayoría de ellos debe rondar el medio siglo de vida. La edad, para muchos yukpas, incluido Fernandito, es un misterio. "Por ahí... de pronto... unos 50 años. Ya estoy viejo", dice.
Nadie sabe a ciencia cierta qué originó que algunos yukpas se quedaran pequeños, mientras algunos de sus hermanos crecían hasta arriba de los 1,60. La misionera Luz Estella Yagüé, quien vive desde hace siete años en el resguardo, dice que pudo deberse a uniones entre familiares cercanos.
Martha Clavijo no cree en esa teoría. Le atribuye el fenómeno a la mala alimentación durante generaciones y a una alteración genética que viene desde épocas precolombinas.
María Fernández, quien mide alrededor de 1,40, dice que se quedaron pasmados por dormir en el suelo, cerca de los fogones.
En todo caso, la situación está cambiando. Los indígenas más jóvenes del pueblo les sacan 30 o 40 centímetros a sus padres y abuelos. Algunos dicen que dentro de diez o veinte años ya no existirán yukpas chiquitos.
El joven gobernador del resguardo, Edilberto Jiménez, explica que la mayoría de los pequeñitos ya murió. Las enfermedades y las guerras que libran entre ellos los diezmaron.
Lo de las guerras es un asunto serio entre los yukpas. Fernandito cuenta que a su hermano, también pequeñito, lo mataron a flechazos.
Luego se quita la camiseta y enseña la cicatriz de una saeta que le salió junto a la tetilla derecha después de atravesarle el brazo. "Me dispararon a traición", dice.
Fernandito vive con su hermana Alicia, unos centímetros más alta que él. No quiere que le tome fotos en ropa de trabajo. "Muy sucio, me da pena", dice.
A media hora en mula desde allí, en El Hoyo, están las chozas de palma de Camilo Capitán y Evelio Fernández, 'Tamakú', dos de los pequeñitos más ancianos.
Camilo calcula que anda por los 63 años y que 'Tamakú' le lleva unos 20 años. Usan mantas raídas hechas de retazos y se dedican a criar gallinas, pavos y a cultivar yuca, maíz y fríjol.
El fríjol es lo único que les permite recibir algún dinero seguro a los yukpas. Sacan dos cosechas al año. En cada una recogen entre uno y cuatro quintales (cargas de 50 kilos).
Por cada quintal les pagan unos 80 mil pesos en Becerril. Generalmente, los hombres se gastan el dinero en dos cosas: comida y trago. Y a veces hacen lo segundo con tanta avidez que regresa a sus casas sin una libra de carne, según dicen las mismas mujeres.
Eso es algo grave, pues la única carne que los indígenas de San Jenaro le echan a la olla es la de los animales que cazan con flechas y la de un gusano blanco llamado mojojoy.
Pero las especies de monte escasean. Ante esto, los indígenas ensartan hasta palomas y colibríes. De hecho, los hombres del caserío pasan buena parte del día fabricando flechas con pedazos de cuchillos y machetes viejos.
La estatura de los yukpas chiquitos no es impedimento para usar esas armas, viajar a Becerril en burro e incluso, para conquistar a 'watiyas' (blancos o mestizos).
Amparo Marcela Fernández, por ejemplo, vive desde hace 12 años con Cástulo Rocha, un 'watiya' de Becerril que le lleva casi 50 centímetros de estatura.
Rocha dice que se enamoró de la yukpa por su temperamento alegre y porque era muy juiciosa. Ahora, los dos viven en un rancho a orillas del río Roncón, en la parte baja del resguardo.
En San Jenaro no hay energía eléctrica, ni agua, ni bachillerato. Usan fogones de leña y piedras y traen el agua en bidones plásticos desde un nacimiento cercano. El resguardo, gracias a las transferencias, envía a algunos muchachos a estudiar a Becerril cuando terminan la primaria.
Después de las siete de la noche, en San Jenaro solo se ven las siluetas de los burros recortas por la luz de la luna. Algunos fogones resplandecen entre las hendijas de las paredes de tabla.
Dicen que en una época rondaba un fantasma. Ocurrió cuando los yukpas perdieron la costumbre de sepultar a sus muertos sin su arco y sus flechas, sin su ropa, su pipa y su comida.
Por eso, los indígenas de San Jenaro volvieron a enterrar a sus finados con lo necesario para sobrevivir en el otro mundo.
Cuántos son y dónde viven
Los yukpas son un antiguo pueblo guerrero del que sobreviven unas 7 mil almas. Viven en cuatro resguardos: El Cozo, Menkue, Iroka y Socorpa, en el oriente del Cesar. Edilberto Jiménez, el gobernador de Socorpa, cuenta que los yukpas eran recolectores y cazadores hasta hace unos 90 años, cuando llegaron colonos blancos "tirando alambre de púas" en medio de su territorio ancestral. Luego sembraron algodón y a los yukpas les tocó irse para la serranía. Allá llegaron algunos 'watiyas' (blancos o mestizos) a sembrar marihuana y a matar animales. A los indígenas les tocó huir a tierras más altas y estériles. Su espíritu sigue siendo de cazadores, pero ya no hay animales en los montes y debido a eso pasan hambre.
El único alivio ha sido la atención médica que ahora les presta Dusakawi, una EPS indígena que es considerada como una entidad modelo y que atiende a los pueblos kankuamo, wayú, arhuaco, wiwa y yukpa.
JOSÉ NAVIA
EDITOR DE REPORTAJES