No es imposible que Cano este muerto

En cuanta ocasión le ha sido posible ha dicho el paracaidista presidente de Venezuela que su hombre más admirado, entre los vivos, es Fidel Castro. Él y su obra Cuba es su delirio y que los venezolanos vivan como los cubanos es su obsesión, repetida hasta la fatiga.

No podemos olvidar que Castro empezó su campaña en Bogotá. Como miembro de la juventud comunista vino en el año de 1948 a sabotear la Conferencia Panamericana, de la que nació la OEA, y a fe que lo consiguió. Asesinando a Gaitán convirtió a Colombia en un infierno que ardió hasta la pacificación lograda por el General Rojas Pinilla en 1953. Cumplida esa triste hazaña, para la que contó con su inseparable Rafael del Pino, y con la compañía adicional de Enrique Ovares y Alfredo Guevara, Colombia se convirtió en el objetivo casi enfermizo de Fidel.

Dueño de Cuba, armó los viejos grupos de bandoleros cesantes con el Frente Nacional. El Diablo, Pedro Brincos, Desquite, Mariachi, Venganza, acompañaron de terror nuestra juventud. Hasta que fueron cayendo ante el empuje de la oficialidad que llegaba entrenada en Corea. De todos esos asesinos armados por Castro no escapó sino el peor, el más sanguinario y primitivo, ese Tirofijo cuya muerte ahora se celebra. Consumado el fracaso, vinieron los nuevos intentos. Y aparecieron el ELN, el EPL, el M19, todos armados, entrenados y financiados desde Cuba, con el patrocinio de la Unión Soviética.

La simpatía de Chávez por las Farc no es, pues, originaria ni inventada. Es aprendida y heredada de Castro. Es una idea fija, inamovible, patológica. La liberación de los secuestrados, la oferta de su viaje al Caguán para hablar con Marulanda, el albergue que le ofrece a la guerrilla, la apertura de Venezuela al narcotráfico, todos son capítulos de la misma novela.

Y es a la luz de esa idea fija como tienen que examinarse los acontecimientos recientes.

Cuando la vida de Marulanda era insostenible, porque desapareció el computador de Reyes desde donde se mantenía la patraña, las Farc necesitaban un nuevo comandante. Alguien tenía que dar órdenes, mantener una cierta disciplina, mostrar un camino en medio de la penumbra que la envuelve. Y era imposible hacerlo, como siempre, con reunión del Secretariado, pasada por aguardiente y sancochos, que concluyera en una Directiva obligatoria para todos los frentes. Ni la reunión era posible, ni el acuerdo viable. Algo había que hacer, algo audaz y fulminante.

Y es donde aparece el Comandante Chávez dando instrucciones. Las transmite a través de Timochenko, porque Iván Márquez hubiera sido demasiado evidente. Y se juega la carta de que nadie lo contraríe. Que es lo que hasta ahora pasa, sin que tampoco se haya manifestado una adhesión, ni una conformidad, así fuera resignada o llena de desgano. La elección de Cano es la más desabrida de las elecciones de la historia. Porque no es auténtica, porque nadie la quería, porque no resuelve los problemas que deja la desaparición del jefe muerto. Y porque muy probablemente es otra impostura, la de los farianos radicados en Venezuela, donde llevan vida opulenta, sin contar con los que andan perdidos en la selva y las montañas colombianas. Y en la almendra del cuento anda Chávez, buscando otro computador para entenderse con el supuesto comandante. Porque Cano tampoco pasará de lo que fue Marulanda en los últimos años: un computador parlanchín.

No es imposible que Cano esté muerto. Bien por la acción del Ejército o por orden de los que tramaron este golpe. Y de los que propondrán, en su nombre, conversaciones de paz en las que Chávez sea el artista principal. Un muerto estorba poco. Lo que habrá que ver, desde esta perspectiva, es el camino que tomen los que andan vivos padeciendo los rigores de una guerra perdida.

Cuando oigamos a Jojoy reconociendo a Cano como jefe. Y cuando veamos a Cano dando declaraciones como tal, pensaremos distinto. Por ahora, está claro que Chávez manda. Lo que no se sabe es a cuántos y a quiénes.

Chávez y las FARC: lógica pura
Fernando Londoño
El Colombiano