No niego que la columna de hoy esté animada por la envidia sana que siento hacia la izquierda política del planeta. Sus dictadores tienen patente de corso para aplastar derechos humanos y posar como héroes revolucionarios; sus partidos políticos, herederos de los regímenes más sanguinarios, como el Comunista, van por la vida de progresistas y humanitarios.
Si matan a un político de la derecha, lo enterramos en silencio y ponemos el caso en manos de la policía, aunque no lleguen a esclarecerlo nunca. Si el que muere es de izquierdas, arde Troya. Enseguida convocan a las ONG del planeta, apuntan su dedo acusador contra el Gobierno y el Estado de turno, y aguardan la sentencia que ellos esperan, no la que determinen las investigaciones neutrales. Todo queda bajo sospecha excepto ellos, custodios de la verdad absoluta.
Hace unos días detuvieron a un concejal superviviente de la masacre de Rivera. Le sindicaron de pertenecer a las Farc o, al menos, de hacerles vueltas y parece ser que hay demasiados indicios e informaciones que lo demostrarían. El hombre sobrevivió a aquella atrocidad, si bien recibió varios disparos. Fue quien, supuestamente, informó del lugar de la reunión del Concejo a los guerrilleros para que pudieran acribillar a sus compañeros.
Ese concejal es del Polo Democrático Independiente y, salvo que me lo haya perdido, no escuché a nadie en la derecha poner el grito en el cielo y pedir que de inmediato pongan el caso en manos de organismos internacionales y emprendan una macrooperación limpieza en ese partido, al igual que hicieron los izquierdistas cuando exigieron (con toda razón) que los uribistas barrieran toda mancha paramilitar de sus listas.
No quiero ni imaginar la tormenta que habría desencadenado un hecho similar si los criminales fuesen paracos y el cómplice, de Cambio Radical. O si todo hubiese sucedido en Córdoba. Pero como es la izquierda y es el Huila, un departamento ignorado por los defensores de los DD.HH. de mayor prestigio y donde la infiltración de las Farc en diferentes organismos es aterradora, todos pasan de agachaditos.
Lo mismo ocurrió con la visita que hace unos días hicieron varios dirigentes del Polo al señor (no voy a calificarlo porque hay que dar un margen de confianza a las conversaciones de paz y dicen que les molesta mucho que llamemos a las cosas por su nombre) jefe militar del Eln, Antonio García. Todos aparecieron en televisión muy sonrientes, rodeando al tal y tal, que también se mostró muy satisfecho.
Los del Polo invitaron a los elenos a hacer política en su formación en cuanto dejen las armas. No mencionaron los ocho años que impone la Ley de Justicia y Paz para los autores de crímenes atroces, ni insinuaron que si no tanto, algo deberían pagar antes de lanzarse a la conquista de las urnas; les abrieron los brazos de par en par. Aun así, García rechazó la generosa oferta.
¿Qué tal que el senador Mario Uribe, por referirme a uno de los más cuestionados, hubiera posado radiante con Mancuso, también jefe militar pero del bando contrario, y le hubiese hecho la misma propuesta, incluso una vez adherido al proceso de paz? Mejor ni imaginarlo.
Quienes pertenecemos al centroderecha nos hemos situado siempre en un punto equidistante de la violencia. Nunca la hemos aceptado, venga de donde venga y persiga el fin que persiga, y cuando son los de nuestro espectro ideológico más extremo los que cometen los excesos, esos con quienes tenemos diferencias insalvables, los denunciamos.
Por eso me da tanta rabia, o envidia, ver las diferentes varas que utilizan en el mundo para medir a unos y a otros, y observar cómo a unos se les permite arrojar piedras, aunque carezcan de la autoridad para hacerlo, mientras otros se muerden la lengua.