La vida y la violencia están íntimamente relacionadas. Muchos seres vivos utilizan su fuerza o capacidad de acción contra otros seres vivos (también de su misma especie), para alimentarse de ellos o en competencia por territorio y sus recursos asociados o por acceso a parejas sexuales. Diversos organismos han desarrollado evolutivamente diferentes rasgos adaptativos que sirven como herramientas de ataque y defensa: dientes, garras, cuernos, caparazones, espinas, venenos.
Los seres humanos fabrican y acumulan herramientas y tecnología que incrementan su capacidad de acción, y son hipersociales: sus principales relaciones no son con el entorno no humano sino con otros seres humanos, de quienes proceden las principales oportunidades y amenazas. Las personas pueden utilizar su fuerza y habilidad física y sus armas para agredir y dominar a sus semejantes o para defenderse de esas mismas agresiones.
La posesión y habilidad en el uso de armas puede compensar las diferencias entre individuos fuertes y débiles, pero las armas pueden incrementar mucho las diferencias entre personas si una está armada y la otra desarmada (y según la calidad y potencia del armamento). El agresor considera los posibles beneficios, costes y riesgos de su acción, en especial qué capacidad de defensa o represalia tiene su víctima o sus aliados (a terroristas suicidas y locos muy desequilibrados o resentidos que odian y buscan venganza tal vez apenas les importe la disuasión). Si la diferencia entre sus capacidades marciales es muy grande es fácil que los fuertes dominen y exploten a los débiles, que los delincuentes asalten y roben a sus víctimas, que los tiranos reinen de forma totalitaria sobre sus súbditos. Es común a los dictadores y genocidas prohibir las armas a quienes quieren esclavizar o masacrar. Un pueblo armado es difícilmente víctima de sus propios gobernantes sin escrúpulos o de otros pueblos belicosos.
La ética busca normas de conducta universales, simétricas y funcionales. Para evitar agresiones con armas podrían prohibirse completamente a todo el mundo, lo cual suena muy bonito, a paz perpetua, pero es tremendamente ingenuo. No elimina las agresiones sin armas, impide la defensa con armas ante agresores más fuertes (una mujer y un violador), olvida que una simple piedra puede ser un arma letal y que muchas herramientas tienen múltiples usos (a los que habría que renunciar si pueden ser utilizadas como armas), y es una situación evolutivamente inestable e irrealizable: si una persona incumple la norma tiene un poder enorme muy difícil de contrarrestar por otros ciudadanos honestos desarmados (que tendrían que romper también la norma para hacerla cumplir).
La fuerza tiene una característica muy peculiar que la diferencia de otros bienes y servicios: es el medio de intercambio involuntario universal. Es muy peligroso que esté muy concentrada, con grandes diferencias entre individuos. Si una persona no tiene armas está a merced de quienes sí las tienen. Que haya más armas no implica necesariamente que haya más actos violentos utilizándolas, ya que no se trata de hechos independientes: el agresor tiende a inhibirse ante la posibilidad de defensa armada de sus víctimas. Es posible que se produzcan menos agresiones cuando todo el mundo está armado y puede repeler los ataques. Es especialmente importante el marco legal e institucional: que los violentos sepan que pierden su derecho a la vida cuando asesinan, y que los sistemas judiciales sean eficientes y sea difícil escapar de ellos.
La ética de la libertad se basa en el derecho de propiedad y en la legitimidad del uso proporcional de la fuerza para defenderlo. Los propietarios individuales pueden agruparse en asociaciones o cooperativas para facilitar su defensa o contratarla a especialistas (a quienes conviene controlar para que no se conviertan en agresores). Utilizar un arma para defenderse o defender a otros es un derecho pero no un deber, e implica una gran responsabilidad, ya que es posible herir o matar a inocentes de forma accidental (víctimas colaterales) o causar daños desproporcionados a un delincuente. Conviene disponer de armas cuyo efecto sea localizable y graduable con precisión. La posibilidad de usar un arma puede servir como enseñanza de autocontrol y responsabilidad.
El agresor puede temer el uso defensivo de las armas en el mismo momento de la agresión, o su uso posterior por la justicia. En general el criminal tiende a asumir que no lo atraparán, teme menos la posible condena que la defensa inmediata, así que no le importa demasiado el incumplimiento de la ley respecto a la posesión y uso de armas. Si los defensores están cerca de las víctimas (o si los agredidos pueden defenderse) quizás puedan repeler inmediatamente la agresión y evitar o minimizar los daños; si están lejos los daños serán mayores y seguramente irreversibles e irreparables aunque se capture y condene al criminal (quien tal vez teme más una defensa en caliente de alguien amenazado que la justicia fría y burocrática de extraños). En las modernas sociedades estatalizadas muchas personas se despreocupan de su seguridad y se vuelven pasivos, confían su defensa en el monopolio ilegítimo, ineficiente e ineficaz del estado; los gobernantes no confían en que sus ciudadanos puedan defenderse de forma responsable y les restringen el uso de las armas, pero exigen que los ciudadanos confíen en ellos a pesar de sus sistemáticos fracasos y demostraciones de incompetencia. En algunos países el uso defensivo de las armas es frecuente pero suele ser menos llamativo que las matanzas anecdóticas de unos pocos locos (facilitadas por la indefensión pasiva de sus víctimas) o las sangrientas batallas de los traficantes de drogas (que incrementan mucho las víctimas por arma de fuego).
Una persona puede tener armas en su propiedad, pero nadie tiene el derecho a portar armas en la propiedad ajena sin consentimiento del dueño. El propietario puede excluir a quien desee del uso de su propiedad y puede imponer las condiciones o normas particulares que quiera a sus invitados como condición para compartirla, ya sean sus domicilios o ámbitos de acceso público (parques, comercios, escuelas). Algunas personas se sienten más seguras si están cerca de individuos armados en quienes pueden confiar (sean particulares u organizados de alguna forma); otras personas prefieren zonas libres de armas, quizás porque no confían en algunos de sus semejantes. Ambas preferencias son legítimas y pueden ser tenidas en cuenta por empresarios que ofrezcan recintos con diversas normativas en competencia en un mercado libre para atender a los deseos de seguridad de sus clientes. Pero si en un determinado lugar se prohíbe de forma absoluta la posesión de armas y se anuncia públicamente, es necesario controlar que nadie con intenciones destructivas pueda acceder armado, ya que si lo hace puede provocar una matanza sin riesgos; los responsables del lugar deberán discriminar acertadamente a quienes consideren amenazas potenciales.
Francisco Capella